sábado, 3 de marzo de 2012

La ventana

En mi actual residencia tengo una generosa ventana para asomarme a la vida. Desde la elevada atalaya del nuevo hogar puedo ver ahora el mar invernal, grave y altanero, hacerse cielo en un difuso horizonte que parece cortado por una plateada espada prendida con la última luz del día, bajo una atmósfera plomiza e intimidante que guarda entre algodones saturados de humedad misterios de luz y de sombras.

La playa norteña es al atardecer un inmortal susurro gigante de agua batida que se hace pedazos sobre la arena, en una batalla de espuma y viento que empuja tierra adentro lluvia de mar en veloces cortinas de agua; como en una competición de tormentas en miniatura que flagelan todo a su paso con asimétricas cintas de finísima precipitación rectilínea, barnizando los bermejos tejados del pueblo con un halo brillante de inclemencia.

La tarde se ha vestido con un camisón de cristal, y al anochecer, el aire, la tierra y el cielo se han hecho mar; todo pertenece al agua.