la redacción
sábado, 3 de marzo de 2012
martes, 27 de septiembre de 2011
Otoño
Ahora, cuando las noches compiten por prolongar su presencia enceladas con el tiempo, me acuerdo de mi madre, que aseguraba que a medida que dejamos atrás nuestra juventud, la vida discurre cada vez más a prisa, como los días de otoño. Tenía razón, yo lo percibo también así.
¿Serán las estaciones una alegoría de nuestras vidas?, ¿o acaso es nuestra existencia alegoría de ellas?
Desde la altozana perspectiva de la plaza del bulevar, observo al crepúsculo incendiar las nubes de poniente que precipitan sus velos incandescentes de tonos ocres, sienas, amarillos, rojos óxidos y venecianos sobre la floresta del parque grande, como en una puesta de prueba de los matices otoñales que pronto enmarañarán sus árboles de melancolía, en el ineluctable acomodo de la estación que ya proclama su llegada.
En la pronta oscuridad que la tarde vierte, bajo una brisa púrpura, me voy con Noty y su cachorro a pasear por las desniveladas praderas del parque, ornamentadas ya con mullidos trazos de puntillistas acuarelas de hojarasca; los perros las expanden en una descompasada música rizada de percusión sutil con sus carreras.
En uno de los montones, una hoja seca de plátano llama mi atención; es la sublimación de la simetría, tan certeramente obrada que solo a la vida puede deber tanta perfección. Recuerdo la fotografía de José Saramago en la que posa con una hoja similar, sobre la que ha escrito: “Soy un bosque, os pido amor y protección”
Imitando con torpeza la acción del premio Nobel portugués, yo también escribo sobre mi hoja:
Soy lágrima que un árbol derramó
en un llanto sin tristeza.
Nunca una muerte encerró
más poesía y belleza.
Menos mal que Don José nunca leerá mi hoja...